Mediodía
Eligió la mesa y dejo sobre ellas
un par de carpetas oficio, una bolsa de farmacia y un atado de Marlboro.
Llego hablando por teléfono y
continuaba haciéndolo cuando la moza terminó su turno. Eran las 14,30hs pero
eso no es relevante.
Al principio parecía rutina, un
trámite más de alguien con el apuro de siempre, discutiendo o, al menos,
pidiendo explicaciones.
El tema no debía ser nada fácil
porque, además, en todo momento sus dedos se aferraban a un cigarrillo entero;
entero y encendido. La moza, apenas vio que acercaba el encendedor a su boca,
le alcanzo un cenicero a la mesa.
Se levantaba de la silla y
caminaba hasta el medio de la calle siempre sosteniendo con una mano el celular
en su oreja y con la otra un cigarrillo.
Volvía, lo apagaba, encendía otro
y así. En un momento se sentó. Había elegido una mesa afuera, del otro lado del
vidrio los clientes charlaban y almorzaban respirando aire acondicionado. Una
señora sentada frente al afiche de un nuevo Té le pidió a la moza, con gestos, probarlo.
Lo miré con detenimiento. Sus
manos temblaban mucho, pobre hombre pensé, quién sabe qué problemas tendrá. Ya
no parecía un acto rutinario.
Mientras él seguía con el celular
en la oreja, con la otra mano revolvía la bolsa de farmacia. Ahora el
cigarrillo estaba apagado.
La moza se acercó y le dijo algo,
él se levantó entró con sus cosas y eligió una mesa frente a la publicidad del
nuevo té. Salió a la vereda, cortó el llamado, marcaba, hablaba, encendía un
cigarrillo más, a esta altura la mano que lo sostenía gritaba gesticulando al
aire. Su cara se enrojecía. Apagó el Marlboro, recién encendido, en la vereda.
Raro, cinco cigarrillos en fila,
enteros y apagados sin fumarlos. Entró y se sentó; revolvió de nuevo la bolsa
de farmacia que había dejado sobre la mesa. Entre las cajas de medicamentos se
asomaba Historia de una piltrafa, de Lorenzo Silva. Ahora atendía de nuevo el
celular y comenzaba el ritual.
La moza ya se había cambiado miró
el reloj y eran justo las 15hs, su relevo ya estaba en la cancha asique saludó
a sus clientes habitué, que le tocaron la panza preguntando si era nena o
varón, y se fue. La señora que había probado el Té pidió la cuenta.
Desde la mesa vi de cerca sus
manos que, además, sudaban exageradamente. Me levanté y me acerqué al mostrador
para dar aviso, me parecía que ese hombre atravesaba un ataque de pánico.
Volvía a sentarme y él metía, una vez más,
una mano en su bolsa de medicamentos. Alcancé a verlo empapado como
quien se hiela de fiebre. El aire acondicionado estaba a la temperatura de la
comodidad para todos, menos para él.
Justo terminaba yo de hablar con
la encargada cuando se escuchó un ruido raro, como una balacera de gotas, un
impacto blando y firme al mismo tiempo.
Aunque el relevo de la moza, con
mucho esfuerzo, estuvo casi una hora limpiando, la mancha quedó estallada sobre
la publicidad del nuevo Té Relax entre arándanos y frutillas y no dejaba de
chorrear.
El hombre seguía ahí sentado.
Había cambiado un cigarrillo por una pequeñísima Derringer calibre 22. Ya
no temblaba ni se veía enrojecido, más vale atónito, con sus ojos bien abiertos
y fijos en el cuerpo de la mujer que yacía frente a su mesa, con el rostro
desfigurado por el impacto y parte de su materia gris en el piso.